RENUNCIA POR MOTIVOS DE SALUD
Hubo una época dorada —dorada para unos pocos y de plomo para la mayoría— en la que el priísmo gobernaba México con la graciosa displicencia de un monarca que movía a sus cortesanos como piezas de ajedrez. Y cuando uno de esos ministros, virreyes o cortesanos de “alto pedorraje” se atrevía a salirse del huacal, o peor aún, a caerle gordo al “Tlatoani” en turno, aparecía el acta de defunción política más elegante del diccionario: “Renuncia por motivos de salud”.
Era la fórmula mágica. Con solo esa frase, el poderoso de turno evitaba explicar que fulano había sido defenestrado por corrupción, intrigas palaciegas o, simplemente, por caer en desgracia. El eufemismo quedaba impreso en el Diario Oficial y en las páginas de sociales, donde se informaba que el destituido se “retiraba a disfrutar de su familia”, mientras en realidad se le cerraban las puertas del paraíso presupuestal.
Carlos Salinas de Gortari, maestro en el arte de la cirugía política sin anestesia, aplicó el bisturí de los “motivos de salud” a un buen puñado de gobernadores. Fernando Gutiérrez Barrios (Veracruz), Enrique Álvarez del Castillo (Jalisco), Patrocinio González Garrido (Chiapas), Beatriz Paredes (Tlaxcala), Salvador Neme Castillo (Tabasco) y Genaro Borrego (Zacatecas). A algunos los cepilló por incompetentes, a otros por incómodos, y a unos cuantos por el deporte nacional de la traición.
No era exclusividad de Salinas: la frase se volvió patrimonio de la corona priísta. Gobernadores, secretarios, directores de paraestatales, embajadores… todos podían caer víctimas de un súbito “padecimiento” inventado en Los Pinos. Era, digámoslo claro, la manera más fina de decir “te me largas, pero con dignidad prestada”.
La medicina que urge hoy
Si esa receta de la vieja botica priísta siguiera vigente, la farmacia estaría trabajando horas extras. Hoy tenemos varios ejemplares de la alta burocracia que deberían irse por auténticos motivos de salud, y no me refiero a que anden tosiendo o con la presión alta, sino a la salud de todos los demás.
Para empezar, la salud de la presidenta Claudia Sheinbaum. Bastante tiene ya con capotear sus propios resbalones, enfrentamientos y maniobras oscuras como para además cargar con los berrinches y conspiraciones de figuras como Ricardo Monreal, Adán Augusto López o el siempre bien acomodado Andy López Beltrán. Con esos aliados, las jaquecas presidenciales ya no necesitan receta médica, sino exorcismo.
También está la salud del país, que ya sufre lo suficiente como para que ciertos gobernadores —digamos, por ejemplo, los de Sinaloa y Michoacán— parezcan coquetear con ligas peligrosas. Esos guiños al crimen organizado son el combustible perfecto para que el presidente Trump, desde el norte, se ponga en modo sheriff de película mala: amenazando con aranceles, bloqueos o intervenciones “para ayudarnos a poner orden”.
Ni hablar de la salud de Morena. El partido que Andrés Manuel López Obrador levantó a pulso, que Sheinbaum intenta pilotar y que muchos luchadores de izquierda defendieron con uñas y dientes, se está llenando de manchas que ni el mejor detergente ideológico puede quitar. Si siguen así, el desgaste no tardará en reflejarse en las urnas, y la marca que un día fue sinónimo de cambio terminará oliendo a más de lo mismo.
Y, por último, está la salud de ellos mismos. Porque en la era de las redes sociales, cada ciudadano es reportero, camarógrafo y columnista. Cada desplante, cada despilfarro, cada fechoría queda grabada y circula más rápido que el acta de su nombramiento. Seguir aferrados al cargo no solo es masoquismo, es autodestrucción en cámara lenta.
Así que sí, “renuncia por motivos de salud” sigue siendo una frase vigente. La diferencia es que, hoy, el diagnóstico sería real. Y la receta, más que un castigo, sería un acto de misericordia… para ellos, para el gobierno, para el país y hasta para nuestro sistema nervioso colectivo.
Porque hay enfermedades que solo se curan con la distancia.
Por hoy fue todo, gracias por su tolerancia y hasta la próxima