Olor a Dinero/Feliciano J. Espriella

HomeColumnas de Opinión

Olor a Dinero/Feliciano J. Espriella

 

CUÁNDO SE VOLVIÓ CLASISTA HERMOSILLO?

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que Hermosillo era una ciudad sin miedo al vecino. Aquí, ricos y pobres compartían la calle, la tienda de la esquina y hasta el calor infernal, sin más distinción que el espesor de la cartera. En esta capital del sol y del sudor, las casas de adobe se levantaban a unas cuadras de las residencias señoriales, y nadie se escandalizaba por eso.

Ahí está la historia que no miente: la primera colonia de ricos en Hermosillo, El Centenario, surgió junto a “Las Pilas”, una comunidad de trabajadores humildes. Y décadas después, pegadita, se levantó “La Mosca”, con su olor a pobreza y dignidad. A nadie le brincó el ojo. Nadie organizó protestas ni firmó desplegados. La ciudad crecía como debía crecer: mezclada, sin fronteras invisibles dictadas por el clasismo.

En los años sesenta, las élites locales vivían en El Centenario, en la Colonia Pitic, por la calle Revolución o alrededor del Parque Madero. Pero a unos pasos, brotaban colonias como San Luis, San Juan, la 5 de Mayo, el Mariachi… barrios de gente trabajadora, de origen modesto, que jamás fue tratada como amenaza. En aquella Hermosillo de antes, nadie gritaba “¡Nos van a devaluar la plusvalía!” por el simple hecho de tener obreros como vecinos.

Pero algo cambió. Algo se pudrió.

Hoy, Hermosillo se ha llenado de “defensores de su tranquilidad” que temen que sus privilegios se contaminen con sudor ajeno. La élite aspiracional que se refugió en los fraccionamientos cerrados del poniente decidió que los trabajadores, esos que les limpian la casa, les hacen los patios, cuidan a sus hijos o ensamblan sus electrodomésticos, no deben vivir cerca.

No, señor. Que vayan a otra parte. Que caminen una hora al sol. Que tomen dos camiones. Pero que no contaminen su “entorno”.

Y ahí es donde entra el gobernador Alfonso Durazo, quien demostró que no solo escucha al pueblo… escucha, sobre todo, al pueblo bien vestido. Bastaron un par de manifestaciones organizadas por vecinos pudientes del poniente para que don Alfonso doblara las manitas y cancelara el desarrollo habitacional para empleados y obreros. Porque claro, hay que complacer a quienes sí tienen tiempo de manifestarse entre yoga y brunch.

El proyecto, hay que decirlo, no era perfecto —ninguno lo es—, pero tenía una virtud irrefutable: permitiría que decenas de miles de trabajadores que laboran en esa zona encontraran una vivienda digna cerca de sus centros de trabajo. Menos tiempo en el camión, más tiempo con la familia. Pero eso, al parecer, le pareció irrelevante al gobernador.

Ahora, con el nuevo plan, si alguien de escasos recursos se atreve a soñar con una casita en Hermosillo, tendrá que buscarla a kilómetros de distancia. Aceptar que su jornada no comienza al marcar tarjeta, sino al subir al primer camión, y termina al bajarse del segundo, ya entrada la noche. Todo, para que la conciencia de los clasistas se mantenga limpia y su sueño plácido.

Y mientras los “vecinos bien” se felicitan por haber salvado su burbuja de cemento y exclusividad, los trabajadores seguirán haciendo milagros para cruzar la ciudad todos los días. Pero eso sí, los señores del poniente podrán dormir tranquilos. Porque en su colonia no habrá ruido de niños con uniforme, ni el olor de un lonche popular, ni el miedo a tener que compartir la banqueta con quien barre su calle.

¿En qué momento Hermosillo dejó de ser mestiza, plural, humana?

¿En qué punto cambiamos la solidaridad por la paranoia inmobiliaria?

Lo que sí sabemos es que el clasismo ya no se disimula en esta ciudad. Se defiende, se aplaude, y se promueve… incluso desde el Palacio de Gobierno.

Y que no se diga que Durazo no escucha. Escucha perfectamente. Sobre todo, cuando quien habla lleva zapatos italianos y maneja una SUV blindada.

Por hoy fue todo, gracias por su tolerancia y hasta la próxima