NO TODOS SOMOS CATÓLICOS, PERO SÍ GUADALUPANOS
La Virgen de Guadalupe es más que un símbolo religioso: es un refugio emocional, un ancla identitaria y un puente cultural que une a creyentes, incrédulos y ateos bajo una devoción profundamente mexicana.
En México existe un fenómeno que desconcierta a sociólogos, irrita a algunos teólogos y fascina a psicólogos culturales: el país puede declararse cada vez menos católico, pero no menos guadalupano. El 12 de diciembre lo confirma cada año. Millones peregrinan, lloran, se encomiendan, agradecen y festejan a la Virgen de Guadalupe sin necesariamente creer en Dios, ni en la Iglesia, ni en los dogmas que la sostienen. Pero creen —y eso es lo relevante— en ella.
¿Por qué ocurre esta paradoja? ¿Cómo entender que personas que se definen como ateas o no creyentes, incluso críticas de la institución religiosa, se arrodillen ante la imagen del Tepeyac, carguen medallas o enciendan veladoras con fervor auténtico? La respuesta no está en la doctrina, sino en la psicología social y en la historia emocional de este país.
La Guadalupana no solo habita los templos; habita el imaginario colectivo. No es un personaje bíblico para los mexicanos, sino un símbolo nacional, materno y protector. En otras palabras, la devoción guadalupana no es tanto un acto de fe religiosa como una experiencia identitaria. Es el “nosotros” hecho imagen. Por eso incluso quienes han roto con la Iglesia no rompen con la Virgen: porque romper con ella es, en cierto sentido, romper con México.
El sociólogo francés Émile Durkheim decía que las sociedades necesitan símbolos que representen sus valores comunes, y que muchas veces esos símbolos trascienden a las instituciones que los originaron. Eso explica por qué, en un país donde la secularización avanza, la Virgen de Guadalupe no pierde fieles: los transforma. Deja de ser exclusivamente una figura católica para convertirse en un arquetipo nacional. La “Madre de los mexicanos”, como la llaman millones, no pide credencial de afiliación doctrinal.
Psicológicamente, la Virgen funciona como un refugio emocional. La figura materna, protectora y compasiva tiene una efectividad simbólica enorme en contextos de incertidumbre, pobreza, violencia o miedo. Y México, atraviese el ciclo histórico que atraviese, siempre tiene algo de eso. La Guadalupana es consuelo ante lo que el Estado no resuelve, lo que la economía no alcanza y lo que la vida golpea sin avisar.
Los psicólogos culturales suelen hablar del “vínculo afectivo” como la base de una identidad colectiva. Ese vínculo, en el caso guadalupano, opera como un soporte anímico. La gente no solo la venera: la necesita. No como acto irracional, sino como mecanismo psicológico de estabilidad. Para quien está desesperado, la oración es catarsis. Para quien está solo, es compañía. Para quien está roto, es esperanza. La religión institucional puede perder terreno; el consuelo emocional, no.
En el plano sociológico, el guadalupanismo tiene otro componente extraordinario: funciona como gran nivelador social. El peregrino multimillonario y el jornalero sin dinero se arrodillan igual. El ateo que la invoca en un momento de angustia se mezcla con el creyente fervoroso sin sentirse impostor. Es el único espacio simbólico donde el país, fragmentado en casi todo, parece reconocerse. No hay otro fenómeno social en México que convoque a tantos, tan distintos y con tanta intensidad.
También está la fibra histórica. Guadalupe surgió como un puente entre mundos: indígena y español, vencido y vencedor, antiguo y nuevo. Desde entonces, ese puente nunca se rompió. Su imagen significó dignidad para los indígenas, identidad para los criollos, cohesión para los insurgentes, consuelo para los pobres y causa para los migrantes. Ha sido bandera, refugio y patria portátil. Ese es el secreto de su permanencia: hablarle a todos en el lenguaje íntimo de la esperanza.
Por eso cada 12 de diciembre no asistimos sólo a una celebración religiosa, sino al mayor ritual emocional del país. No importa cuántos abandonen la práctica católica o cuántos se declaren ajenos a la fe: la Virgen de Guadalupe sigue siendo el punto de encuentro espiritual más poderoso de México. El lugar donde los mexicanos —creyentes o no— se permiten sentir, pedir, agradecer y llorar sin vergüenza.
Tal vez ese sea el verdadero milagro guadalupano: unir a un país que en casi todo está dividido. No todos somos católicos. Pero sí, casi todos, guadalupanos.
Me despido con un comercial: sintonicen a las 6:10 AM, “La Caliente” 90.7 FM., el colega y amigo José Ángel Partida me abre un espacio en su noticiero en el que comentaremos con más detalle esta columna. ¡No se lo pierdan!
Por hoy fue todo, gracias por su tolerancia y hasta la próxima

