Olor a Dinero/Feliciano J. Espriella

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LA EXTREMA DERECHA TOCA LA PUERTA…Y EN AMÉRICA LATINA YA LA ESTÁN ABRIENDO

El triunfo de José Antonio Kast en Chile confirma el avance sostenido de la derecha y la ultraderecha en América Latina. Un fenómeno que puede ser cíclico, sí, pero que también funciona como advertencia para quienes hoy gobiernan.

América Latina vuelve a girar hacia la derecha. Y no hacia cualquier derecha, sino hacia una derecha dura, identitaria, conservadora y, en varios casos, abiertamente nostálgica de viejos autoritarismos. El triunfo de ayer en Chile de José Antonio Kast —el candidato más a la extrema derecha que ha tenido ese país desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet hace 35 años— no es un hecho aislado ni un accidente electoral. Es la coronación de un proceso que se ha venido incubando durante años y que hoy adquiere forma de poder.

Chile fue durante décadas el laboratorio político más vigilado de la región. Ahí nació el neoliberalismo latinoamericano, pero también ahí se ensayó el regreso de la izquierda institucional y progresista. Por eso el arrasador triunfo de Kast en los comicios tiene un valor simbólico mayor: marca un punto de quiebre en un país que parecía haber cerrado definitivamente el capítulo autoritario. No solo ganó la derecha; ganó una narrativa que reivindica el orden, la mano dura, el nacionalismo y el rechazo frontal a las agendas progresistas.

Este avance no se limita a Chile. Argentina eligió a Javier Milei; El Salvador consolidó el poder de Nayib Bukele; en Brasil, el bolsonarismo sigue vivo y competitivo; en Perú, Colombia y Ecuador las fuerzas conservadoras han recuperado terreno; y en varios países centroamericanos la derecha autoritaria se presenta como respuesta al desgaste de los gobiernos de izquierda. La región está enviando un mensaje claro: el desencanto con los proyectos progresistas también vota.

Ahora bien, sería un error leer este giro como un cambio definitivo. América Latina es pendular. A principios de los años 2000 parecía que la izquierda dominaría el continente durante generaciones: Chávez, Lula, Kirchner, Morales, Correa, Bachelet. Aquella “marea rosa” también se erosionó con el tiempo, perdió elecciones, se fragmentó y dio paso a gobiernos de signo contrario. Años después, volvió a resurgir. La historia latinoamericana no es lineal; es cíclica, contradictoria y volátil.

Pero que el fenómeno pueda ser cíclico no lo hace menos peligroso. Cada ciclo deja heridas, aprendizajes y, a veces, retrocesos difíciles de revertir. La ultraderecha actual no es exactamente la de los años setenta: se presenta con ropajes democráticos, usa redes sociales, apela al enojo ciudadano y se nutre del hartazgo frente a la corrupción, la inseguridad, la ineficacia gubernamental y la desconexión de las élites políticas con la vida cotidiana de la gente.

Aquí es donde México debe prender focos amarillos. Porque si algo enseña la experiencia regional es que ningún movimiento es invencible y ningún poder es eterno. Morena y la llamada Cuarta Transformación harían bien en recordar el viejo dicho: “si ves la barba de tu vecino cortar, pon la tuya a remojar”. Las victorias ajenas, incluso las ideológicamente opuestas, también son advertencias propias.

Los riesgos están a la vista. Conflictos internos mal manejados, luchas de facciones, candidaturas impuestas o equivocadas, la admisión masiva de impresentables en la militancia, actos de corrupción que se toleran o se encubren, y una narrativa moral que pierde fuerza cuando no se acompaña de resultados tangibles. Todo eso, sumado al desgaste natural del poder, puede colocar a cualquier movimiento en la ruta del declive.

A este escenario debe añadirse un factor externo que no es menor: la influencia directa de Estados Unidos y, en particular, la intervención política de Donald Trump en procesos electorales fuera de su país, algo que ya ha ocurrido recientemente y que no puede descartarse hacia adelante. Su activismo internacional —abierto, mediático y sin los matices diplomáticos tradicionales— ha demostrado capacidad para amplificar discursos de derecha dura, legitimar liderazgos autoritarios y alinear agendas políticas en América Latina con narrativas de orden, seguridad y confrontación ideológica. En un contexto de fragilidad institucional y descontento social, ese tipo de intervención puede inclinar la balanza y acelerar un viraje aún más marcado hacia la derecha en la región.