Fiesta en la Sierra

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Fiesta en la Sierra

EL ZANCUDO

Por Arturo Soto Munguía

Hubo fiesta grande en Moctezuma, aquel pueblo donde en 1890 llegó el primer talabartero y desde entonces esa actividad se ha afianzado como una tradición que le da un sentido identitario a ese y otros municipios de la sierra sonorense elaborando, exponiendo y comercializando sus productos.

Pero el Festival de la Talabartería es apenas una coartada para convocar las remembranzas de los orígenes, la herencia de los pioneros, el costumbrismo regional que se ha ido forjando en el trabajo duro: la agricultura, la minería y sobre todo la ganadería que es algo más que la principal actividad productiva; es también la jornada laboral mutando en representación lúdica del bailongo lo mismo que del arrojo, el valor y la maestría de las habilidades desarrolladas a cielo abierto, ya para domar un potro salvaje, ya para montar un toro, para lazar becerros, para romper el aire a todo galope a lomos de un corcel brioso y noble. Para celebrar la identidad del ser sonorense sierreño en todas las suertes del rodeo.

A Moctezuma no solo llegaron gente de los municipios aledaños, también vienen competidores de Baja California y Chihuahua; turistas de Arizona  y California en Estados Unidos, lo mismo que paisanos que invariablemente regresan al origen, porque el arraigo, bien se sabe, se lleva en los talones que guardan para siempre el polvo de la tierra que pisaron por vez primera.

II

Mucha gente sale de los pueblos de la sierra a otras ciudades del estado y del país, incluso allende la frontera norte a donde van buscando las oportunidades de estudio y trabajo, pero las fiestas del pueblo los convocan al regreso, al abrazo con la familia, al reencuentro con los amigos, al disfrute de la gastronomía local que es maravillosa, al refrendo de la convivencia entre tragos de cerveza fría, bacanora y las conversaciones infinitas.

La Secretaría de Turismo del gobierno del estado ha dado un campanazo con la organización de esta y otras festividades en los pueblos de Sonora, no solo en la sierra sino en el desierto y los valles donde tienen lo propio y estos eventos se convierten también en una importante fuente de ingresos por la derrama económica que dejan.

III

En Moctezuma la plaza central está a reventar el sábado. Allí se ha congregado el pueblo entero para atestiguar la inscripción del municipio en el libro de Récord Guinness al confeccionar la montura más grande del mundo, récord que tenía Coahuila y que ya le fue arrebatado por los talabarteros locales que se organizaron convocados por la secretaría de Turismo para tal fin.

Y allí están todos desde el más grande hasta la más chica o viceversa;  expectantes frente a la gigantesca montura cubierta con un gran lienzo.

Es todo un ritual con cierto aire macondino. Las autoridades al frente, hay trompetas y redobles marciales de tambores; la gente alborozada. Se canta el himno nacional, se hacen honores a la bandera, se aplaude a rabiar cuando el verificador de Guinness World Record, Alfred Aristac valida desde una pantalla en transmisión vía Zoom, las medidas tomadas a la montura y estas superaron a las de Múzquiz, Coahuila, poseedora hasta ese momento de tal récord.

Hay un poco de realismo mágico en la escena de la plaza, en la fascinación popular por la montura, en la celebración ruidosa por el éxito, en la solemnidad protocolaria de los funcionarios de gobierno: el secretario de Turismo Roberto Gradillas, el presidente municipal Alfredo Quijada y los alcaldes y alcaldesas que se dieron cita, lo mismo que el diputado Fermín Trujillo y otros servidores públicos estatales y municipales.

En las redes sociales hubo, mientras reportábamos el evento, críticas desde la superioridad moral del hermosillocentrismo chouvinista, pero se necesita estar allá entre la gente de la sierra para entender lo que significan estos eventos en la preservación de su identidad cultural, la cohesión social que representan las simbologías de lo propio y el disfrute en colectivo de las festividades.

En la plaza hay stands con la producción talabartera: monturas, riatas, fundas de todo tipo, tehuas, botas… también puestos de comida en los que se elaboran tortillas sobaqueras, frijoles refritos, cecina, chicharrones; aguas frescas, cerveza y bacanora, todo para agarrar fuerzas porque más noche La Brissa la estaría rompiendo al poner a bailar a todo el mundo en un concierto masivo que no dejó sentido a nadie; desde los más pequeños que brincotean rítmicamente al son de la cumbia, la chica que baila sola como si esperara que Peso Pluma le preguntara a su compa qué le parece esa morra, hasta el macho alfa lomo peludo espalda plateada ceja poblada bigote cáido patilla larga sobrero e’lado que aventura los pasos prohibidos en la inconmensurable tarea de conquista. Bote en mano, mano fría, desde luego, porque también eso es parte del ritual.

Las chicas también se han colgado hasta la mano del metate para lucir espectaculares esa noche. Largas pestañas sobre las pestañas y largas uñas sobre las uñas; botas vaqueras, jeans apretados, sombreros de muchas equis, blusitas ligeras que desafían el otoño de la sierra, insuficiente aún para contener el sudor que mana de sus pieles en el largo recorrido en círculos sobre la calle convertida en explanada del disfrute y espacio para el encuentro, pactado o fortuito que puede deparar cualquier cosa, incluidos romances súbitos y efímeros o eventuales noviazgos duraderos.

IV

La fiesta sigue al otro día. Hay rodeo. Algunas de las que ayer bailaban cumbias hoy montan sus caballos y los dominan con tal maestría que hace parecer fácil retar a la muerte en cada prueba. Impresionante la fuerza, el carácter, la destreza de esas jóvenes que vienen de Guaymas, Hermosillo, Caborca, de muchas partes a competir en este circuito que no acaba aquí.

En una de las suertes, una de las chicas cae aparatosamente al final de la meta y se queda allí, tirada en medio del corral, sin moverse. Tiene una rodilla lastimada desde la competencia anterior -explica el maestro de ceremonias y pide la ambulancia-. La chica es sacada en camilla, pero en la siguiente competencia aparece para seguir al lomo del caballo intentando lazar un becerro. No lo consigue, pero es ovacionada por el graderío que está a reventar en Moctezuma.

Los varones también compiten. Montan caballos broncos, toros dispuestos a quitárselos de encima en menos de ocho segundos y la mayoría lo consiguen.

Lo que hacen estos hombres y mujeres en el rodeo es lo que hacen en su cotidianidad de las corridas, esas faenas para llevar el hato de reses a su destino a través de la sierra, de un rancho a otro entre los pastizales y/o con rumbo al rastro o a la compra-venta, siempre a lomo de caballo, con la reata en la mano por si hay que lazar un becerro desbalagado, con el aprendizaje que comienza en las primeras botas, el primer sombrero, la primera monta y todas esas que desde el hermosillocentrismo parecen banalidades pero que allá en la sierra son la razón de ser, de existir, de vivir la vida a puro pelo entre los hombres y las bestias que, para ser claro, no se diferencia mucho de la política, ese tema al que de vez en vez regreso en esta columna, solo para subrayar que allá, en Moctezuma y los pueblos de la sierra está el verdadero encanto del ser sonorense. De esa mística de los pueblos de la sierra que son, creo, el 80 por ciento de la identidad regional, tan devaluada en estos tiempos que reducen todo a la parafernalia propagandística sin ir allá, donde ‘hay carnita’ para entender, sociológicamente, el ser. El ser sonorense.

 

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